Una pequeña batalla intrascendente

Inspiro azul, exhalo blanco… Inspiro azul, exhalo blanco… Inspiro azul, exhalo blanco…  En mis oídos, los auriculares reproducen con fidelidad extrema el punteo rítmico de una guitarra aguda que surfea el viento. Compañía ideal para un oasis de introspección.

Inflo el estómago suavemente y lo vacío de golpe mientras siento correr por la laringe el aire apenas tibio que va y viene entre el Universo y mi interior. El nudo en el estómago persiste y me recuerda cuánto me pesa la imbecilidad de los que hacen de malos en la película de mi vida. Pero entiendo que el simple hecho de sufrirlo no me convierte en víctima. Ese nudo está allí porque no he sabido —o no he tenido el coraje para— desatarlo todavía.

El tiempo pasa y pierdo la noción de cuánto llevo con los ojos entrecerrados, oyendo ahora el tañido de unas campanillas tan dulces como irónicas. ¿Puede una campanilla ser irónica? —me pregunto y quiebro otra vez el flujo del no pensamiento. Por eso aprieto las mandíbulas y exhalo con fuerza, como un castigo inocuo que me permite retomar el hilo.

La campanilla tampoco puede ser dulce —me viene de pronto a la mente y siento por enésima vez que estoy perdiendo la cordura, que mi cerebro es una esponja seca agusanada por las metáforas obvias de los panelistas de televisión. Mientras tanto, el vecino de al lado ataca la pared con un taladro y termina de romper toda ilusión de calma. El humo del sándalo torna espeso el aire y aporta su cuota a la conspiración impiadosa e inevitable.

—Todo es una mierda —rompo el silencio resignado y agacho la cabeza, cerrando los ojos por completo. Presiento inminente la claudicación y me atrevo a espiar el reloj. Faltan apenas dos minutos para completar los diez básicos de la meditación en “circuito corto”, ese que lleva el aire de la nariz al estómago y de allí a los pulmones para expulsarlo finalmente por la boca.

¿Es que no puedo siquiera sostener el primer escalafón de los meditadores? Pienso, entonces, en los maestros que lo hacen durante días e incluso en los amateurs enyoguizados que le pegan al menos media hora de corrido. Cualquiera que pueda avanzar en la tarea sin sucumbir a las trampas del cuerpo y el ambiente me resulta un ser evolucionado, poseedor de un don inalcanzable. Y me genera envidia.

La melodía captura nuevamente mi atención y hago un último esfuerzo. Sé que he perdido la pequeña batalla de la concentración pero no me resigno a hacerlo sin mi habitual cuota de dignidad. Y vuelvo a inspirar azul e intento exhalar blanco. En la quinta vuelta recién recobro el ritmo. Ya no oigo los sonidos del exterior, el taladro del vecino yace en una antigua dimensión. El sándalo ha desaparecido.

¡Qué bueno es saber que todos los días hay una nueva oportunidad para probarse a uno mismo!

Puta madre. Ahora me pica la nariz.

Suárez, A. (2020). Imagenaciones. Autografía.